Sin lugar a duda, las mayores fuentes de violencia en el mundo son la guerra y las grandes instituciones militares. Ya se destinen al ataque o la defensa, esas poderosas y enormes estructuras existen únicamente para matar a seres humanos. Sería bueno contemplar con cuidado la realidad de la guerra. La mayoría de nosotros hemos sido condicionados a pensar que el combate militar es algo estimulante y atractivo – una oportunidad para que el hombre demuestre sus capacidades y su valor. Ya que los ejércitos son permitidos por la ley, tenemos la impresión de que la guerra es aceptable; en general, nadie piensa que la guerra es un crimen o que aceptarla es una actitud criminal. Lo que pasa es que nos han hecho un lavado de cerebro. La guerra no es ni atrayente ni sensacional; es algo monstruoso. Su naturaleza es trágica y dolorosa.
La guerra se puede comparar a un incendio en una comunidad humana, donde los seres vivos sirven de combustible. Esta analogía me parece particularmente útil y apropiada. En el combate moderno se utiliza principalmente toda una gama de armas de fuego, pero al estar tan condicionados a pensar que se trata de algo apasionante, conversamos sobre esta u otra arma maravillosa, como ejemplo asombroso de la tecnología, sin tener presente que si se llega a utilizar, será para quemar a seres vivos. La guerra también se asemeja a un incendio por el modo en que se propaga. Si algún sector se debilita, el comandante envía refuerzos: lo que equivale a echar seres vivos al fuego. Pero como nos han lavado el cerebro, no pensamos en lo que tendrá que sufrir el soldado individual. Ningún militar desea ser herido ni quiere morir. Ninguno de sus seres amados quiere que sufra ningún daño. Si un soldado muere, o sobrevive lisiado, también sufrirán entre cinco a diez otras personas por lo menos: sus parientes y amigos. Deberíamos estremecernos al ver el alcance de esta tragedia, pero estamos todos demasiado confusos.
Tengo que decir que de niño, yo también me sentí atraído por los militares: los uniformes me parecían bellos y elegantes. Así comienza la seducción. Los niños empiezan por jugar a juegos que más tarde les causarán daño. Existe toda clase de juegos y disfraces que no tienen nada que ver con matar a seres humanos. Si nosotros los adultos no estuviéramos tan fascinados por la guerra, nos daríamos cuenta que permitir que nuestros hijos se acostumbren a los juegos militares es sumamente imprudente. Algunos ex militares me han confiado que cuando mataron por primera vez, se sintieron incómodos, pero al seguir matando, empezaron a sentir que era casi normal. Con el tiempo, nos podemos acostumbrar a cualquier cosa.
Las instituciones militares no son destructivas únicamente en tiempo de guerra. Tal y como han sido diseñadas, son de por sí las mayores violadoras de derechos humanos, y los que sufren de modo más sistemáticamente estos abusos son los mismos soldados. Después de que el oficial de mando les haya dado algunas explicaciones conmovedoras sobre la importancia del ejército, de su disciplina y de la necesidad de derrotar al enemigo, a la gran mayoría de los soldados se les retiran sus derechos casi por completo. Se ven obligados a abandonar su propia voluntad, y al final, a sacrificar su vida. Por otra parte, cuando las fuerzas armadas se vuelven muy poderosas, existe un gran peligro de que echen por tierra la felicidad de su propio país.
En todas las sociedades hay personas con intenciones destructivas, que pueden caer en la tentación de conseguir el dominio sobre una organización capaz de satisfacer sus deseos. Pero por muy malévolos o depravados que sean los múltiples dictadores que hoy en día logran oprimir sus países y causan problemas internacionales, es evidente que no podrían perjudicar a los demás o destruir tantas vidas humanas si no tuvieran en su poder fuerzas militares aceptadas y aprobadas por la sociedad. Mientras existan ejércitos poderosos, siempre subsistirá un peligro de dictadura. Si creemos verdaderamente que la dictadura es una forma vil y perniciosa de gobierno, debemos reconocer que una de sus principales causas es la existencia de poderosas instituciones castrenses.
El militarismo también es muy costoso. Buscar la paz con la fuerza militar impone a la sociedad una carga económica completamente inútil. Los gobiernos gastan cantidades enormes de dinero en armas más y más complejas, aunque en realidad, nadie quiere usarlas verdaderamente. Lo que se desaprovecha no es solamente dinero, sino mucha valiosa energía e inteligencia humanas también, mientras que lo único que prospera es el miedo.
Quiero dejar en claro, no obstante, que por mucho que mi oposición a la guerra tenga raíces profundas, tampoco defiendo una política de contemporización. A menudo se tiene que adoptar una postura resuelta para contrarrestar una agresión injusta. Por ejemplo, queda claro para todos que la Segunda Guerra Mundial fue totalmente justificada. Como lo dijo muy acertadamente Winston Churchill, ‘salvó la civilización’ de la tiranía de la Alemania Nazi. En mi opinión, la guerra de Corea también fue una guerra justa, porque brindó a Corea del Sur la oportunidad de transformase gradualmente en una democracia. Pero solo se puede determinar de manera retrospectiva si un conflicto se justifica o no en base a motivos éticos. Por ejemplo, ahora podemos comprender que el principio de la disuasión nuclear tuvo cierto valor durante la Guerra Fría. Sin embargo, es muy difícil evaluar estas situaciones con precisión. La guerra es violenta y la violencia es impredecible. Por lo tanto, es mejor evitarla, y no pensar nunca que se puede saber de antemano si el desenlace de un conflicto determinado será positivo o no.
En el caso de la Guerra fría, aunque la disuasión haya contribuido a promover la estabilidad, no se logró una paz verdadera. Transcurrieron cuarenta años sin guerras en Europa, pero no fueron años de auténtica paz sino un facsímile basado en el miedo. Fabricar armas para preservar la paz, a lo más puede servir de medida provisional. Mientras los adversarios sigan desconfiando unos de otros, existen un sinnúmero de factores que pueden alterar el equilibrio de poder. Sólo la confianza mutua puede garantizar una paz duradera.